martes, 8 de julio de 2014

Los sentimientos y la conveniencia

“Las minitas aman los payasos y la pasta de campeón” Carlos “Indio” Solari

Estamos frente a una sociedad minita. Desde el amparo del mundo de las oportunidades, de los últimos trenes, vivimos pensando en obtener el mayor rédito de las ocasiones, sacarle el jugo hasta a las piedras y obtener el máximo potencial posible a partir de ellas. En esa carnicería de ideales en la cual se vuelve la competencia, a la picadora de carne entran las relaciones humanas. En este contexto de racionalidad por sobre sentimentalismos, éstos últimos pasan a ser fichas del juego de las oportunidades. Qué sentimiento nos deja mejor parado ante alguna eventualidad. Cuál causa mayor consenso. Como si los sentimientos, como si las reacciones, fueran cuestión de sometimiento a mayorías. Algo tan propio, tan genuino y tan indeleble.

Tengo asumido, previamente, que el poder de distinción entre las personas no es el conocimiento, no es la audacia, no es el éxito relativo, sino el poder para sentir algunas cosas. A partir de allí los caminos siguen una traza más o menos coherente, y las relaciones entre pares, arriesgo a decir, son fruto de determinada empatía de cómo refleja el alma de cada una la reacción ante la realidad. Entendido esto, no es muy difícil pensar que la ruta de ambos tenga puntos de contacto, dándole existencia a las anécdotas o a las vivencias.

Ahora bien, este estado de Grand Prix de SEGA constante nos somete a la horrorosa tarea de impostar los sentimientos si fuera necesario. Y entonces, descubrimos que empezamos a construir relaciones a partir de lo que nosotros creemos conveniente; es decir, qué nos puede dar el otro para avanzar cinco casilleros en el juego de la oca. No se mide lo más noble del ser humano sino lo más beneficioso en provecho propio.


En este lodo nos hemos metido y desde aquí resulta muy difícil, hasta imposible, en ocasiones, intentar hacer un juicio propio de valor si es que utilizamos como parámetro lo que vemos de los demás. Llegado a este punto sólo queda tener el valor de sostener el dictado de la íntima consciencia y obrar en tal sentido, no dejándose vencer, y confiando sin especulaciones, pero sin dar concesiones.

domingo, 1 de abril de 2012

Caído del tiempo

Resulta que me encontré caído del tiempo, ¿cómo es esto? Ha desafiado a las leyes elementales, se ha bifurcado y está corriendo en otro espectro. Pero porque me caí. El tiempo es un instante para cada cosa: para trabajar, para estudiar un rato, para informarse un poco, compartir un mate con un cercano. Asignados con colores, cometí la torpeza de omitir el lugar para la sorpresa. Y me caí, resulta que me quedé diez años atrás mientras el tiempo siguió transcurriendo. Qué cosa, mientras lo pienso sigue pasando y tal vez no sea así, tal vez estoy perdiendo el tiempo. Será que me tengo que levantar de la silla, será que tengo que ser otro. Sin embargo soy siempre yo, que siempre soy otro pero el mismo. La vida dirá, ¿la vida, el destino? Yo decido. ¿Yo decido? Me voy a pegar una ducha.

viernes, 17 de febrero de 2012

Los populares

En el día de ayer, a raíz de una cuestión estrictamente operativa, se me ocurrió pensar que siempre que intentemos separar en tópicos a un producto cultural (sea cual fuere, un lavarropas o una crónica), por más amplios o estrechos que consideremos los límites, siempre nos va a quedar algo en el baúl de los inclasificables, o el de los que no es posible definir con sólo un parámetro. Y que este rasgo lleva inequívocamente impregnada, por una cuestión de causa-consecuencia, nuestra siempre imperfecta condición humana. Sin embargo insistimos en catalogar, en definir, en dar juicio, de la misma manera que buscamos la perfección.
En el ámbito del arte vernáculo, o más precisamente, de la música, existe la propensión a incluir a las producciones (casi como una necesidad) dentro o fuera de "lo popular", con fuertes aristas sociales y políticas, y, como si la definición en sí fuera concluyente, se tiende a dividir aguas y a esbozar análisis categóricos en base a esto. Es entonces que nos encontramos con que el grado de valoración que se puede tener por un artista, depende de su aceptación masiva, y hasta de qué sectores viene la misma, dejando así de lado todo tipo de crítica al arte en sí, cuestión tan subjetiva como el pensamiento mismo. Nos encontramos, por lo tanto, con que a los Redonditos de Ricota se los debe respetar (dicen sus seguidores) o se los debe despreciar (dicen sus detractores), por la misma causa: su adhesión popular.
Existe un correlato político y social que tiende a ligar sectores o clases con gustos. Desde esta óptica, se "deben" tener en consideración expresiones que estén ligadas a sectores de bajos recursos (los barrios) por esa simple condición, para entonces pasar a ser "populares". Por otro lado, esta misma corriente sugiere que, por ejemplo, Luis Alberto Spinetta no podría estar en este grupo, por oposición a los argumentos anteriormente expuestos. Y es entonces, que se deja de considerar al arte en sí, para terminar dirimiendo la cosa en una cuestión de lucha de clases de cabotaje. Se anula el debate genuino, teniendo en cuenta además la complejidad de sectores entrelazados que componen nuestra sociedad. Además, resulta profundamente prejuicioso apuntalarle valoración a una expresión según quién la escucha, asumiendo entonces que no podría valerse de su propio peso cultural, en el peor de los casos. Peor aún, se llega a la canallada de considerar, desde afuera, la validez artística de un estilo casi por caridad ("Escuchan cumbia, es lo que tienen a mano, no escucharon Abbey Road, hay que respetarlos"). Otro preconcepto grave es el de considerar que si sos de Belgrano no vas a escuchar Damas Gratis y si sos de Budge no vas a escuchar Jamiroquai. Volvemos a lo mismo. Se confunde respetar un gusto, un criterio, con compartir el juicio artístico, y cuando éste último asoma, se lo confunde con una cuestión de clase.
También existen otros tópicos, ligados a la lírica, a la cantidad de acordes, a lo que dicen, a lo que no, desde los cuales se pretende valorizar una producción. Terminan chocándose con la subjetividad misma.
Desde mi punto de vista, sería más loable empezar a analizar lo popular, ya que vamos a seguir tercos en esta tarea de clasificar las cosas, desde la cuestión de la genuinidad o la producción industrial. Aquí me puedo parar para considerar a La Nueva Luna de un lado, y a los Wachiturros del otro. O a PEZ de un lado, y a Tan Biónica del otro. Esto es, que quien se anime a ser intérprete de una obra, tenga en claro que lo que está haciendo parte de la propia voluntad de expresarse, sea como fuere, y no de cuestiones secundarias. Y esto es popular porque parte de la necesidad humana básica de canalizar algo y de poder plasmarlo, necesitando a su vez de otros humanos que sean receptores de esa expresión. Aquí también, lo que nos hace humanos es la cuestión de movernos en sociedad. Lo otro es necesidad de lucro por encima del arte, sea Michel Teló o Palito Ortega.
Al final de cuentas, vamos a cargar nuestro mp3, vamos a sintonizar la radio o vamos a tocar en un instrumento lo que a nosotros nos guste y creamos entender. Lo importante pasa por el respeto ida y vuelta, compartir criterios y gustos, respetando disidencias y, sobre todo, creciendo. Las rivalidades, la cuestión de clase, los factores externos al arte, siempre han sido carne de catalogamientos, independientemente de los estilos.
En los albores del siglo XX se consideraba al tango como música de barrios bajos. Hoy Macri dice que es la soja de los porteños. Las cosas tienen movimiento.


domingo, 3 de julio de 2011

Aprendiendo a manejar

El hecho en cuestión es bastante conocido por mi entorno cercano. A decir verdad, estoy bastante cansado de andar contándolo una y otra vez, así que la idea es compartirla definitivamente, para quien guste revisar mi testimonio al respecto.


Hacía ya unos meses, que los domingos estaban dedicados a lavar el Gacel de mi viejo, que todavía sabía sostenerse solo, para luego sentarme en el volante y aprender a manejar a su lado. Los argumentos eran bastante convincentes. "Si pasa alguna emergencia, tenés que saber manejar", "la podés ir a buscar a mamá con el auto cuando yo no pueda", "cuando lo necesites lo vas a poder usar", aunque esta última ya sonaba a cuento, sin embargo surtió efecto.
 Fueron bastante tediosos los inicios. El primer día me senté al volante, miré los pedales, me aseguré que la palanca estuviera en punto muerto y lo puse en marcha. Sabía que el paso siguiente era determinante para todos los iniciados: sacar el pie del embrague lentamente mientras de la misma manera con el otro pie se aprieta el acelerador, y así evitar el famoso cabeceo. Entonces traté de hacer esfuerzos en coordinar los pies para tal movimiento, calcular cómo debería aplicar la fuerza, etc. Cuando recién había empezado a decidirme a dar el paso, ya había pasado un minuto y medio con mi extremidad izquierda apretando el embrague hasta el fondo, y mi viejo no tuvo piedad; se acordó de hermanas que no tengo, de mi capacidad testicular y finalmente del cable del embrague que se gasta si se lo aprieta mucho tiempo. Ahí supe que el principal desafío iba a ser bancarme sus correcciones.
Sin embargo la cosa venía bastante bien, con el correr de los domingos le había agarrado la mano a la dura dirección del auto, a meter los cambios y a sacarlos para frenar. Ante alguna duda siempre lo tenía a él al lado, que a veces no se acordaba de algún movimiento que tenía mecanizado y me pedía intercambiar los roles un rato para acordarse, luego de hurgar en su cabeza unos segundos.
Ese domingo de octubre había arrancado como todos, lavando el auto en la vereda, pero no había mucha química; había habido algún entredicho sobre cómo se secan las ruedas, o alguna banalidad por el estilo, que había dejado como saldo un mal trato mutuo para todo el día. Al terminar el lavado, casi sin hablar ocupamos las posiciones de siempre: Yo al volante y él de acompañante. Arranqué el auto y salí. Durante varias cuadras fueron constantes y bastante exageradas las críticas a determinadas cuestiones menores, relacionadas a la estricta rectitud del trayecto del auto en una cuadra, o de la cantidad de veces que yo miraba al espejo, aunque supiera que no venía nadie por atrás. Y todo eso iba sumando al humor general, y a mis ganas de bajarme del auto y salir corriendo.
Ya habíamos hecho varias cuadras, y entre otras cosas habíamos protagonizado un cruce en una bocacalle en la cual asomaban trompas por todos lados y no se ni cómo ni de qué manera, sin acelerar ni disminuir el paso, seguí de largo ileso. Y al parecer, un par de cuadras después, le pasé cerca a una señora que había tenido la mala decisión de cruzar la calle a mitad de cuadra, yo sinceramente no la ví, pero sí fui testigo del nerviosismo in-crescendo de mi viejo. Después de un largo andar, decidí por mi cuenta que ya estaba bien, que ya debía volver a casa y terminar con el tedio. Entonces agarré por 20 de Setiembre con intenciones de doblar en Aristóbulo del Valle, a la derecha. Llegué a la esquina, en donde dormía un inoportuno lomo de burro, y frené para fijarme si no habría algún auto que viniera por la otra calle. Se ve que en ese momento volví a foja cero, porque al intentar poner primera, mientras doblaba el volante, el auto cabeceó, y cabeceó bastante porque los Gacel son más duros que carne de nuca. Quedó a medio doblar, en diagonal, sin decidirse. Y llovían las puteadas de mi viejo.
Entonces pensé "vas a ver cómo no me cabecea ahora".
Solté el embrague y aceleré, hasta el fondo, y seguí doblando.
Y ya estaba a buena velocidad sobre la calle que intentaba tomar con destino a mi casa, vacía, sin autos estacionados siquiera.
Pero seguí doblando.
Y de repente el panorama había cambiado, en el parabrisas la imágen ya no era la de la calle sino que empezaba a ponerse enfrente el cordón de la vereda que justo, justo en ese lugar, lo habían herido de mala manera y habían improvisado una subida para un garaje que no existía y al parecer nunca había existido.
Y seguí doblando.
Y se presentó uno de esos tirantes de hierro trenzado en forma diagonal que sostienen los palos de luz, y que obligó al auto a trompear un poco hasta que finalmente lo corrió para el costado, enganchó el guardabarros derecho y lo empezó a arrancar, retorciéndose como la tapa de una lata de sardinas. Mi viejo a esa altura era una cara roja, y una boca espetando una puteada tras otra, desesperada, impune y a la vez impotente. Yo no escuchaba, no tenía reacción, me había invadido el pánico y no era capaz de soltar el pie del acelerador tal vez pensando que si lo soltaba el auto iba a cabecear, quién sabe, tanto que me insistía con ese tema.
Y seguí doblando, y acelerando, hasta que la pared que empezaba al costado de una puerta larga, de esas caserones antiguos, le dijo basta.
Quedó ahí nomás, incrustado sobre esa pared, después de haber acelerado de cero a cien en unos segundos nomás, con el capot hecho un libro abierto y los cabezales de los asientos chocándose, porque el impacto había consumado lo que el tiempo hubiera hecho a su manera: partir el piso en dos.
Mientras salía un buen hombre de la casa, al que al parecer habíamos despertado de su prolongada siesta, y que se mostraba asombrado por la situación (no era para menos), abrí la puerta y corrí, corrí hasta mi casa, buscando no sé qué cosa, volver el tiempo atrás, quién sabe.
Nunca más volví a manejar, y el Gacel después de varios remiendos apurados volvió a las calles pero ya nunca más volvería a ser el mismo. Se iba a ir cayendo lentamente hasta estos días, aunque también la poca practicidad de mi viejo para mantener los autos en pie haría lo suyo.

Hace unos días, después de casi 5 años de esta historia, mi viejo logró vender el Gacel, por poca plata, para poder sacárselo de encima. El recambio valió la pena, hoy en el garaje de casa duerme una Partner que de alguna manera es un premio al esfuerzo de su trabajo durante muchos años en el almacén, poniéndole el lomo como todos los laburantes. Le sirve para ir a buscar mercadería, y se lo ve bastante contento después de haber transitado 30 años con una catramina tras otra. Hoy la lavamos, la dejamos impecable. Y a mí se me ocurrió una idea, tal vez había pasado bastante agua debajo del puente y él creía en las segundas oportunidades, pero fue muy contundente: "No, ni en pedo".

jueves, 2 de junio de 2011

La tilinguería

Juana Viale perdió un embarazo, que estaba a punto de pasar ser persona en breve. Y una buena cantidad de medios de los más diversos tuvieron la urgente necesidad nacional de graficarnos de la forma más certera, el inmenso momento de dolor que estaba afrontando Juanita, para que todos y todas podamos ser consecuentes y condolentes ante semejante situación. Una semana después sigue girando la noticia y sus repercusiones, hoy ya los medios se han lanzado a la tarea de tratar de ser lo más detallados posibles para saber por qué, cuál fue la causa de tal efecto, el nudo de tal desenlace. En términos psíquicos, emocionales, anatómicos, físicos, sociales, económicos y amorosos.

Mientras se producía el hecho en sí, en el impenetrable chaqueño una nena se iba en fiebre, una piba en el barrio Carlos Gardel de 3 de Febrero se hacía un aborto clandestino desangrándose, en el Alto de Bariloche a unos pibes que cartoneaban los ratis del Centro Cívico les metían caño. En San Miguel de Tucumán, a un pibe de 12 años y 17 kilos se le secaba la sangre. Y el por qué nadie se lo pregunta, porque son hijos de nadie y nadie los ve, nadie tiene ganas de que le duela tanto.

martes, 17 de mayo de 2011

El Pulpo

Tiene la sonrisa de Gardel con 33 de mano. Pero esconde el ancho de bastos detrás de las luces. En una de esas es por capricho, o está decidido, quién sabe. De lo que estoy seguro es que se mira en un espejo deforme. Y articula un pulpo. Un pulpo que se arrastra, que parece inofensivo. Pero que a mí me pegó donde duele.

martes, 3 de mayo de 2011

El principio del camino, o el camino del principio

Quienes me conocen saben que soy militante del Movimiento Libres del Sur. Los motivos de mi participación política se los voy a detallar otra vez, cuando tenga ganas. Por ahora es de mi parecer compartir este texto que hoy se me topó buscando otra cosa en mi PC. Una de las primeras actividades de las que fui parte como militante, fue un homenaje a los estudiantes de la UES secuestrados en La Plata, la noche del 16 de septiembre de 1976, conocida por todos como "La Noche de los Lápices". Me sugirieron que escriba un texto vinculado a la fecha, y se me ocurrió esto:

El camino


Es el camino. Es el impulso a recorrerlo; el impulso brota de la sangre, se alimenta con los sentidos siempre despiertos. Así aprendemos, abrigando sueños en el horizonte, con la memoria como brújula, cuando los vientos llenan de arenas los ojos.

Atrás, quedarán las heridas morbosas,  el daño ambicioso, castrador, desparramando intereses caprichosos, planificando el mundo en función de la soberbia. Pero el camino sigue siendo, nace todos los días y en todos los rincones, es inevitable. Hacia allí vamos, a ese lugar en donde somos todos. Mientras existan pasos, todo esfuerzo asesino será en vano. Los pasos dejan huellas, en la tierra, en el alma y en la conciencia.

Las bestias pueden apagar los gritos, pero a la noche volverán a escucharlos, a ellos, a nosotros. Pueden negar, sin tener en cuenta que es el combustible de su ocaso. Pueden escapar, pero nunca olvidar.

Siempre será en vano la garra acechando; siempre existe el camino, y eso es inevitable.