domingo, 3 de julio de 2011

Aprendiendo a manejar

El hecho en cuestión es bastante conocido por mi entorno cercano. A decir verdad, estoy bastante cansado de andar contándolo una y otra vez, así que la idea es compartirla definitivamente, para quien guste revisar mi testimonio al respecto.


Hacía ya unos meses, que los domingos estaban dedicados a lavar el Gacel de mi viejo, que todavía sabía sostenerse solo, para luego sentarme en el volante y aprender a manejar a su lado. Los argumentos eran bastante convincentes. "Si pasa alguna emergencia, tenés que saber manejar", "la podés ir a buscar a mamá con el auto cuando yo no pueda", "cuando lo necesites lo vas a poder usar", aunque esta última ya sonaba a cuento, sin embargo surtió efecto.
 Fueron bastante tediosos los inicios. El primer día me senté al volante, miré los pedales, me aseguré que la palanca estuviera en punto muerto y lo puse en marcha. Sabía que el paso siguiente era determinante para todos los iniciados: sacar el pie del embrague lentamente mientras de la misma manera con el otro pie se aprieta el acelerador, y así evitar el famoso cabeceo. Entonces traté de hacer esfuerzos en coordinar los pies para tal movimiento, calcular cómo debería aplicar la fuerza, etc. Cuando recién había empezado a decidirme a dar el paso, ya había pasado un minuto y medio con mi extremidad izquierda apretando el embrague hasta el fondo, y mi viejo no tuvo piedad; se acordó de hermanas que no tengo, de mi capacidad testicular y finalmente del cable del embrague que se gasta si se lo aprieta mucho tiempo. Ahí supe que el principal desafío iba a ser bancarme sus correcciones.
Sin embargo la cosa venía bastante bien, con el correr de los domingos le había agarrado la mano a la dura dirección del auto, a meter los cambios y a sacarlos para frenar. Ante alguna duda siempre lo tenía a él al lado, que a veces no se acordaba de algún movimiento que tenía mecanizado y me pedía intercambiar los roles un rato para acordarse, luego de hurgar en su cabeza unos segundos.
Ese domingo de octubre había arrancado como todos, lavando el auto en la vereda, pero no había mucha química; había habido algún entredicho sobre cómo se secan las ruedas, o alguna banalidad por el estilo, que había dejado como saldo un mal trato mutuo para todo el día. Al terminar el lavado, casi sin hablar ocupamos las posiciones de siempre: Yo al volante y él de acompañante. Arranqué el auto y salí. Durante varias cuadras fueron constantes y bastante exageradas las críticas a determinadas cuestiones menores, relacionadas a la estricta rectitud del trayecto del auto en una cuadra, o de la cantidad de veces que yo miraba al espejo, aunque supiera que no venía nadie por atrás. Y todo eso iba sumando al humor general, y a mis ganas de bajarme del auto y salir corriendo.
Ya habíamos hecho varias cuadras, y entre otras cosas habíamos protagonizado un cruce en una bocacalle en la cual asomaban trompas por todos lados y no se ni cómo ni de qué manera, sin acelerar ni disminuir el paso, seguí de largo ileso. Y al parecer, un par de cuadras después, le pasé cerca a una señora que había tenido la mala decisión de cruzar la calle a mitad de cuadra, yo sinceramente no la ví, pero sí fui testigo del nerviosismo in-crescendo de mi viejo. Después de un largo andar, decidí por mi cuenta que ya estaba bien, que ya debía volver a casa y terminar con el tedio. Entonces agarré por 20 de Setiembre con intenciones de doblar en Aristóbulo del Valle, a la derecha. Llegué a la esquina, en donde dormía un inoportuno lomo de burro, y frené para fijarme si no habría algún auto que viniera por la otra calle. Se ve que en ese momento volví a foja cero, porque al intentar poner primera, mientras doblaba el volante, el auto cabeceó, y cabeceó bastante porque los Gacel son más duros que carne de nuca. Quedó a medio doblar, en diagonal, sin decidirse. Y llovían las puteadas de mi viejo.
Entonces pensé "vas a ver cómo no me cabecea ahora".
Solté el embrague y aceleré, hasta el fondo, y seguí doblando.
Y ya estaba a buena velocidad sobre la calle que intentaba tomar con destino a mi casa, vacía, sin autos estacionados siquiera.
Pero seguí doblando.
Y de repente el panorama había cambiado, en el parabrisas la imágen ya no era la de la calle sino que empezaba a ponerse enfrente el cordón de la vereda que justo, justo en ese lugar, lo habían herido de mala manera y habían improvisado una subida para un garaje que no existía y al parecer nunca había existido.
Y seguí doblando.
Y se presentó uno de esos tirantes de hierro trenzado en forma diagonal que sostienen los palos de luz, y que obligó al auto a trompear un poco hasta que finalmente lo corrió para el costado, enganchó el guardabarros derecho y lo empezó a arrancar, retorciéndose como la tapa de una lata de sardinas. Mi viejo a esa altura era una cara roja, y una boca espetando una puteada tras otra, desesperada, impune y a la vez impotente. Yo no escuchaba, no tenía reacción, me había invadido el pánico y no era capaz de soltar el pie del acelerador tal vez pensando que si lo soltaba el auto iba a cabecear, quién sabe, tanto que me insistía con ese tema.
Y seguí doblando, y acelerando, hasta que la pared que empezaba al costado de una puerta larga, de esas caserones antiguos, le dijo basta.
Quedó ahí nomás, incrustado sobre esa pared, después de haber acelerado de cero a cien en unos segundos nomás, con el capot hecho un libro abierto y los cabezales de los asientos chocándose, porque el impacto había consumado lo que el tiempo hubiera hecho a su manera: partir el piso en dos.
Mientras salía un buen hombre de la casa, al que al parecer habíamos despertado de su prolongada siesta, y que se mostraba asombrado por la situación (no era para menos), abrí la puerta y corrí, corrí hasta mi casa, buscando no sé qué cosa, volver el tiempo atrás, quién sabe.
Nunca más volví a manejar, y el Gacel después de varios remiendos apurados volvió a las calles pero ya nunca más volvería a ser el mismo. Se iba a ir cayendo lentamente hasta estos días, aunque también la poca practicidad de mi viejo para mantener los autos en pie haría lo suyo.

Hace unos días, después de casi 5 años de esta historia, mi viejo logró vender el Gacel, por poca plata, para poder sacárselo de encima. El recambio valió la pena, hoy en el garaje de casa duerme una Partner que de alguna manera es un premio al esfuerzo de su trabajo durante muchos años en el almacén, poniéndole el lomo como todos los laburantes. Le sirve para ir a buscar mercadería, y se lo ve bastante contento después de haber transitado 30 años con una catramina tras otra. Hoy la lavamos, la dejamos impecable. Y a mí se me ocurrió una idea, tal vez había pasado bastante agua debajo del puente y él creía en las segundas oportunidades, pero fue muy contundente: "No, ni en pedo".

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